La vigencia del Éxodo Jujeño
28/08/2025. Noticias de Interés > Noticias de Salta
Hace pocos días se conmemoró un nuevo aniversario de una gesta singular de la historia argentina: el Éxodo Jujeño. Entre horas aciagas y gloriosas, su recuerdo atraviesa la literatura, la memoria popular y el debate histórico.
Por Abel Cornejo
Hace pocos días se conmemoró un nuevo aniversario de una gesta singular de la historia argentina: el Éxodo Jujeño. Entre horas aciagas y gloriosas, su recuerdo atraviesa la literatura, la memoria popular y el debate histórico. Una decisión colectiva que, más de dos siglos después, sigue interpelando al presente.
Hace pocos días conmemoró un nuevo aniversario de una gesta singular de la historia argentina, como fue el Éxodo Jujeño. Sus horas entre aciagas y gloriosas fueron llevadas a la literatura en un inolvidable libro de Héctor Tizón llamado Sota de bastos, caballos de espadas.
Ahora bien, pocos sucesos de la historia argentina tuvieron la singularidad del Éxodo, proeza que tuvo su epicentro el 23 de agosto de 1812. La primera particularidad que debe señalarse es que, a veces, en la guerra como en la política, la demora puede deparar acedía y sinsabores. Al desastre de Huaqui, ocurrido el 20 de junio de 1811, le siguió la pérdida del Alto Perú (hoy Bolivia en forma definitiva). Es que desde el triunfo de Suipacha, el 7 de noviembre de 1810, hasta ese infausto traspié militar, habían transcurrido nada menos que seis meses. La embriaguez de la victoria no le permitió cavilar al representante de la Junta Provisional Gubernativa, Juan José Castelli, que en el tristemente célebre Campamento de Laja mantuvo a las tropas estacionadas de manera incomprensible, al punto de volverlas disolutas e indisciplinadas. Todo lo cual supo aprovechar José Manuel Goyeneche para arrollar a los patriotas.
Desde entonces, hasta el final de la Guerra de la Independencia, el antiguo límite virreinal del río Desaguadero se tornó inalcanzable en los hechos. El libro de Alejandro M. Rabinovich Anatomía del pánico. La batalla de Huaqui, o la derrota de la Revolución (1811) resulta sumamente ilustrativo al respecto. Con Suipacha ocurrió como posteriormente acaeció en la Batalla de Salta: las demoras en triunfos resonantes pueden aparejar futuros fracasos.
Desde esa fatídica derrota, la primera de las armas nacionales, se inició una retirada apresurada y desordenada, casi caótica, conducida por Juan Martín de Pueyrredón, que contó con el apoyo de las huestes gauchas de Martín Miguel de Güemes. La sublevación de Cochabamba fue heroica y de algún modo detuvo el adelantamiento realista sobre las Provincias Unidas, como así también el desbande de las tropas de lo que ya se consideraban las reliquias del Ejército Auxiliar del Perú.
Pueyrredón decidió designar jefe de la vanguardia patriota al ya veterano de guerra Eustoquio Díaz Vélez, de destacadísima actuación posterior en las batallas de Tucumán y Salta. Fue entonces que el primer Triunvirato decidió el cambio de mando y sustituyó a Pueyrredón por Manuel Belgrano, traspaso que se produjo en Yatasto el 26 de marzo de 1812. Belgrano quedó consternado por el estado en que recibió las tropas y el 27 las arengó, exhortándolas a la subordinación, la constancia y el respeto a los pueblos. Enseguida fue anoticiado del ánimo desmoralizado de los oficiales jefes, a quienes también les advirtió que tenían la opción de pedir licencia si no podían continuar la guerra.
El creador de la bandera rápidamente se percató de que no tenía tiempo que perder y debía adoptar decisiones urgentes para frenar la rauda marcha realista. Conformó entonces su estado mayor con Manuel Dorrego, de quien luego se distanciaría; José María Paz, Rudecindo Alvarado, Gregorio Aráoz de Lamadrid y Cornelio Zelaya. De los jefes anteriores, Belgrano optó por confirmar a Díaz Vélez y apartar a Juan Ramón Balcarce. Otra destacada figura que se incorporó a las filas patrias fue el barón de Holmberg, formado en la escuela alemana de artillería. Dos caudillos altoperuanos, en la más absoluta soledad, se lucieron por su coraje ante el indetenible avance español: Esteban Arce y Mariano Antezana, que combatiendo con denuedo y por su cuenta y riesgo les hicieron frente en abrumadora inferioridad de tropas y armamento.
Belgrano decidió establecer su cuartel general de avanzada en Jujuy, donde el 25 de mayo de 1812 hizo bendecir la Bandera Nacional por el canónigo Juan Ignacio Gorriti en una ceremonia cargada de simbolismo. Para entonces, el mariscal Goyeneche había tomado una decisión que le costó su relación con el virrey del Perú, Fernando de Abascal: enviar a Pío Tristán, a quien Belgrano había conocido en España, como jefe de las fuerzas invasoras. La capacidad de fuego del contingente realista era temeraria y la posición de Belgrano sumamente riesgosa.
Fue entonces cuando tomó una determinación sorprendente. No era un estratega militar, pero comprendía que no podía exponerse a un desastre como el de Huaqui. Un fracaso en Jujuy habría dejado expedito el camino a Buenos Aires y apagado las soflamas de la Revolución de Mayo.
Belgrano recibió presiones del Triunvirato —Chiclana, Sarratea y Paso— para retroceder hasta Córdoba, pero entendió que eso significaba abandonar el norte a su suerte. Y se negó. Cual episodio bíblico, ordenó aplicar la política de tierra arrasada: quemar cultivos, cortar suministros, transportar víveres y circulante, y abandonar íntegramente la ciudad de Jujuy. Esta epopeya inusual contó con el apoyo decidido del pueblo jujeño, que se encolumnó tras su jefe con la íntima convicción de volver algún día a recuperar la tierra.
El 23 de agosto de 1812, a las cinco de la tarde, mientras las campanas tocaban a rebato, en un abrumador silencio, el pueblo abandonó su ciudad. Belgrano fue el último en salir, pasada la medianoche. Pocas horas después, los realistas entraban en una Jujuy desolada.
Desde allí hasta Tucumán, las fuerzas patriotas resistieron ataques constantes. Hubo episodios heroicos poco difundidos, como el del capitán Cornelio Zelaya, que contuvo la arremetida realista bajo una lluvia de balas a la salida de la ciudad. El 26 de agosto resistieron en Cobos con Díaz Vélez al frente, y el 3 de septiembre en Río Piedras, donde un triunfo clave le permitió a Belgrano afianzarse en Tucumán y preparar la batalla decisiva.
El Éxodo Jujeño no fue solo una maniobra militar. Fue la demostración de que un pueblo entero estuvo dispuesto a sacrificarlo todo por la causa de la independencia. En esa conjunción entre liderazgo y compromiso colectivo radica su vigencia. Doscientos años después, sigue siendo una lección incómoda y poderosa: la libertad no se conquista sin renuncias compartidas
Fuente de la Información: El Once TV