Salvador Mazza Sicarios, asesinatos por venganza y el aire espeso de la droga en la Ciudad Juárez argentina
08/07/2021. Noticias sobre Justicia > Noticias de Salta
Se respira tensión en la frontera que describen como el lugar más peligroso del límite extremo de la Argentina con Bolivia
“El Chapo”, decía la gorra. El hombre debajo de aquella visera se aproximó no bien la camioneta se detuvo. “¿A qué vienen? ¿Quieren pasar a Bolivia?”, preguntó. El vehículo había quedado en una guardería, el único lugar donde un viajero que llega a la ciudad salteña de Salvador Mazza puede confiar. Aunque tampoco tanto.
Sucede que, en ese territorio del delito, el narcotráfico y el contrabando, los viajeros desprevenidos suelen convertirse en “mulas pasivas”. Un paquete de drogas en el chasis del auto, un sistema de localización en ese mismo lugar, y el viajero pasará al regresar los controles de las rutas sin saber que transporta drogas. Del otro lado de los controles, el GPS entregará la localización como para retirar el bulto en cualquier lugar en el que se detenga el vehículo.
Salvador Massa es la ciudad úbicada más al Norte de la frontera salteña. El comercio de productos y alimentos se concreta en la parte argentina, donde el tipo de cambio favorece el contrabando a Bolivia. Desde el país vecino ingresa la droga.
Salvador Mazza es una ciudad difícil de describir. Es necesario estar y sentir lo que significa pisar el límite, parado en medio de un territorio enemigo; el peligro de ser observado y la mirada de cazadores furtivos de delitos. Se respira tensión en aquella frontera norte salteña, a la que en forma unánime describen como el lugar más peligroso del límite extremo de la Argentina con Bolivia. El tufillo del contrabando y el aire espeso de la droga se muestran en cada mirada fulminante y reservada. En cualquier lugar se habla de crimen organizado, de muertes con olor a venganza, de sicarios que pasan de un lado a otro, de tráfico de personas. Bienvenidos a la crónica de la llamada Ciudad Juárez argentina, una frontera donde el menor problema es el coronavirus, la pandemia o los contagios. Acá se puede morir en cualquier esquina, sin el menor indicio de fiebre alta o tos seca.
Como en cada lugar donde hay un paso fronterizo formal en tiempos de pandemia, la barrera está baja. “Acá solo pasan camiones un par de horas por día”, señala a LANACION un gendarme. Apunta con el dedo a un camión, estacionado en medio del lugar del paso. “Ese está secuestrado; llevaba droga en los matafuegos”, dice en referencia a un vehículo con un tanque de combustible plateado, patente boliviana, característico de la zona porque suelen formar convoyes en la ruta. Se los reconoce fácil, todos tienen inscripciones en letras rojas. Entre otras cosas, dicen, traen combustibles.
Aquel hombre de la gorra lanzó sus ofertas en minutos: pasar a Bolivia sale poca plata, según la cara del interesado en la salida ilegal. “Hay que pagar unos 200 al dueño de la casa y le dejamos unos 500 a los gendarmes de Bolivia. Pasamos cerca de acá”, intenta. Nadie llega al lugar sin motivo.
Habla de pasar por las “casas binacionales”, una particularidad de aquel lugar. ¿De qué se trata? Pues de domicilios estratégicamente ubicados con una fachada normal que queda en la Argentina y con el patio o el fondo en el límite. Así de simple: entrar por un país y salir por otro. “Adentro suele no haber nada, apenas un espacio vacío por donde la gente camina para entrar o salir del país. Están vacías”, se confiesa un habitué de esos cotizados domicilios ubicados en toda la línea de frontera y que inician su línea a no más de 20 metros del puesto fronterizo.
Salvador Mazza tiene 26.000 habitantes, según datos proyectados de 2010, y se ubica a 45 kilómetros de Tartagal. Del otro lado de la frontera está Yacuiba, una ciudad boliviana de 95.000 habitantes. Ambas están separadas por una cañada frondosa que hace las veces de límite, pero por donde pasa de todo. Leyó bien el lector: todo, desde droga hasta chatarra procesada. En carros, a lomo, en camiones, por ductos enterrados. El paso fronterizo, según los últimos datos de la Dirección Nacional de Migraciones, es el quinto de mayor flujo de todo el país, solo superado por Puerto Iguazú, Ezeiza, Posadas-Encarnación y Paso de los Libres. De acuerdo con esa estadística, en 2018 fueron 3.877.750 las personas que pasaron legalmente por el lugar.
“Las ciudades de la frontera de Bolivia se desarrollaron mucho más en los últimos años que las que quedan en la Argentina, especialmente en Salvador Mazza y Aguas Blancas. Hay un contraste muy grande que la gente de la zona destaca”, dice la ministra de Seguridad, Sabina Frederic. Agrega un dato importante, más bien, determinante: el contrabando de granos, especialmente, de soja. “Casi el 36% de los procedimientos sobre contrabando de soja que hizo Gendarmería se produjeron en Salta. El incremento ha sido muy importante. En los primeros tres meses de 202, hubo 85 procedimientos y 277 toneladas secuestradas. En 2021, en el mismo trimestre, se decomisaron 2530 toneladas, lo que significa 913% de aumento. Además, hubo 101 detenidos”, apunta.
Para Patricia Bullrich, exministra de Seguridad durante el gobierno de Mauricio Macri, ese es un lugar donde florece el comercio de la droga. “Hay fronteras distintas, pero las más complejas desde el punto de vista del contrabando y el tráfico de cocaína son las del norte salteño. Las de Formosa, Corrientes y Misiones son más de marihuana. Hay dos puntos claves: Salvador Mazza y Aguas Blancas son los más importantes en la ruta de cocaína, y, en menor medida, La Quiaca”, cuenta.
El centro de la ciudad se dispone en la parte de abajo, en el vértice de esa pequeña V que forma el territorio boliviano en el suelo argentino y que determina una frontera urbana de 40 kilómetros de los 439 que tiene Salta con Bolivia. Justamente ahí está el paso legal, cerrado por ahora. Alrededor se disponen bares al paso, parrillas humeantes, negocios al por mayor y centenares de personas que van y vienen -vacíos, con carga-, un movimiento que parece robado a una ciudad más grande.
Pararse en ese playón siendo un desconocido para los lugareños es convertirse inmediatamente en una presa de caza mayor. “¿Cómo andan muchachos? ¿Qué hacen por acá?”, preguntó el emisario. Dijo que él paraba ahí nomás, y señalo una parrilla, frente al puente, con unos precarios bancos afuera. “Queremos pasar”, simuló LA NACION. El hombre explicó que hacía pocas horas se había complicado un poco. Dijo que igualmente ellos tenían su pasillo. “¿Qué necesitan del otro lado?”, quiso saber. A pocos minutos era solo elegir de un menú de delitos. Ofrecía pasar el auto para disponerlo en Bolivia. “Nadie se entera de que salió; allá se vende, se pone a su nombre o se desarma. Tenemos gente que hace esos trabajos. ¿Tienen seguro?” De ahí en más, cualquier transacción es posible, parados en la vereda misma del puesto de Gendarmería. Volvió a señalar la parrilla. “Piensen; me buscan ahí. Acá todos me conocen”, dijo y tiró un apodo. Horas más tarde, el hombre permanecía en aquel reducto gastronómico.
Nadie de los que caminan por Salvador Mazza desconoce algunas cosas que sucedieron. Justamente de aquellos hechos depende dónde termina la mirada de muchos y hasta qué punto se puede hablar y contar. Mario Gallardo es abogado y realizó su tesis de posgrado para la Universidad de La Plata, en la maestría en Inteligencia Estratégica Nacional, sobre la problemática del lugar. “Esta zona tiene un accidente geográfico que nos divide de Bolivia muy pequeño; no nos permite tener alguna medida de seguridad natural, como podría ser un río o la cordillera con Chile. Cuando estudié me enfoqué, además, en algunos hechos que pasaron con tintes de haber sido cometidos por el crimen organizado, que está compuesto por distintos tipos de acciones, en este caso, el narcotráfico y todos los delitos conexos, como trata de personas, delitos migratorios, asesinatos, robos, hurtos y amenazas”, relata.
A diferencia de La Quiaca, plana y con poca vegetación, este lugar de la Argentina está atravesado por un cordón montañoso de yunga, casi una selva, un aliado de quienes quieren esconderse. Allá, todo ocre; acá, verde vivo. “Además, son culturas distintas. Del otro lado, existen organizaciones delictuales que actuaban en la zona con vínculos acá. Como el clan Castedo, que entraba sustancias prohibidas con destino final a Europa”, recuerda. Nadie desconoce el apellido Castedo. Pegado a ese aparece otro: Ledesma. Ambos están unidos a un puñado de palabras: asesinatos, venganza, crimen mafioso y narcotráfico. No mucho más que eso.
Delfín Castedo es un narco capturado en julio de 2016, luego de haber estado diez años prófugo. Se lo acusa de haber liderado, desde la clandestinidad, una de las organizaciones de droga más importantes de la Argentina. Cuentan en la zona que traficaba cuatro toneladas de cocaína hacia Europa por mes. Se lo buscaba, además, por estar ligado a un crimen que todos recuerdan en Salvador Mazza: el de Liliana Ledesma, en 2008, una productora rural que lo había denunciado por usar un camino vecinal para el negocio ilícito.
Castedo, según la Justicia, había comprado mediante testaferros un campo de 28.000 hectáreas en la zona y su principal establecimiento era El Pajeal, ubicado mitad en la Argentina, mitad en Bolivia. Un verdadero oasis para los narcos. Ledesma tenía una finca cercana; era vecina. En aquellos años, lo denunció y poco tiempo después la encontraron muerta, con siete puñaladas y con un corte en el labio superior. El mensaje fue inequívoco. Trece años después, la figura de aquel labio desgarrado limita las palabras y las miradas de los habitantes.
Gallardo recuerda también la muerte violenta de Julio César Trama, en 2010, empresario ganadero que quiso comprar tierras en la zona de frontera: “Apareció muerto cuando iba a pagar el campo. Habían quemado el cuerpo y dejaron los 30.000 dólares con los que iba a pagar en el bolsillo”, explica. La desaparición fue denunciada por su socio, Juan José Galesky, detenido un año después en la ciudad santafesina de Ceres, con 160 kilos de cocaína en el tanque de gasoil de la camioneta. El caso dio un vuelco y Trama pasó de ser una víctima del narcotráfico, por intentar comprar una finca en territorio de tránsito de droga, a estar involucrado en una banda internacional que quería comprar las tierras para manejar mejor el negocio. Hay quienes creen que fundaba un cartel.
Esos casos, sumados al asesinato de dos gendarmes que habían decomisado un cargamento dos días antes, allá por los finales de la década del 90, son hechos fundacionales de lo que sucede hoy en Salvador Mazza. Nadie habla, o pocos en realidad, y las palabras salen de manera escasa de la boca de los miles de habitantes que quieren ganarse la vida en forma lícita, pese a que los hermanos Delfín Reynaldo y Raúl Amadeo “Hula” Castedo están detenidos en el penal de Ezeiza.
Si se mira el mapa como una V corta, aparecen tres lugares. El vértice, como se dijo, el centro de la ciudad y el puesto internacional, y en los dos vectores, dos lugares que todo el mundo referencia. Por el lado izquierdo, El Chorro; por el derecho, Sector 5.
El Chorro
Para llegar a El Chorro hay que subir por una zona urbana, tomar por una calle asfaltada, cruzar una pequeña quebrada, que está entubada para generar un pequeño puente, para arribar a la zona del delito, de los sofisticados a los de bagayeo. “Hoy está complicado cruzar por las casas, anda Gendarmería -informaron los pasadores a LA NACION en el centro-. Hay que ir a El Chorro”.
Ya en esa parte del poblado, con casas bajas y humildes, descuellan los murallones, los paredones y los enormes portones de dos hojas. Algo así como colocar la quinta de Olivos con sus paredes laterales, sus garitas de seguridad y sus cámaras de perímetros en medio de un poblado de no más de 1000 habitantes. Genera una sensación similar a la del mausoleo de Néstor Kirchner en Río Gallegos, de 13 metros de largo, 15 metros de ancho y 11 metros de altura, en medio de lápidas de no más de dos metros. Como cruzarse con el Titanic en el Riachuelo.
Fuente de la Información: La Nación